LA PRINCESA i

Su puntito era sublime. Mitad aureola mitad lunar, si algo tenía bello la princesa i era su puntito, redondito, adorable, ingenuo pero a la vez salvaje. La princesa i lo sabía, ese puntito era la coronación de su belleza. Desde muy pequeña aprendió a cuidarlo; conservarlo limpio y lozano era la actividad de máxima atención cotidiana, su principal labor diaria.

Al despertar y al acostarse, antes que a nada, la princesa le dedicaba al menos una hora a su puntito. Lo primero y lo último que hacía en el día resultaba en mayor esplendor de su máxima hermosura: su puntito. Que si estaba menos negro, que si estaba medio bofo, que si no olía bien… la princesa cuidaba su puntito con detenimiento.

Antes de cumplir once años, la princesa era tan bella que parecía una diosa. En especial su puntito, solo o en conjunto, era una hermosura. Tal redondez se había vuelto tensa obsesión de artistas, causa de viajes lejanos, materia de devoción.

i era una maravilla natural digna de contemplarse, y su puntito era motivo de desmayo por tanta armonía. Cada día la princesa era más feliz. Pero, como ocurre siempre, al llegar al máximo esplendor inicia el fin; como toda alegría, la de i terminó. Casi para todo, la primera vez es memorable, y para la princesa no fueron excepción ni el principio del fin ni la primera vez.

Una tarde luminosa, en el castillo de verano de su primo j, una arriesgada mangana, propia del típico macho jota, produjo un roce al celestial puntito de la princesa. El placer fue excesivo para ambos y, asustados, se alejaron abruptamente. Durante toda una semana los primos no dejaron de pensar en el suceso. La intensidad se acumuló tanto que al primer segundo de estar a solas se entregaron nuevamente a gozar del sublime puntito. Desde ese día buscaron cualquier pretexto para aislarse juntos y lo lograron, durante meses pasaron horas y horas en tamaños goces puntuales.

El delirio de los primos fue tal que invitaron a otros amigos a los deleites del puntito de la princesa y llegaron a convidar a ies de muchos tipos, incluso a alguna que otra de esas raras que llevan acento. Pero no había duda: el mejor puntito era el de la princesa.

El fin comenzó. Primero, con la llegada de una I, sin puntito y con enormes pies, a una de las sesiones de goce del puntito de la princesa. La visión causó tanto dolor a la princesa que le hizo huir corriendo del aposento. Luego, con la partida de su primo, un típico macho jota, a lejanas tierras. Por último, con el descubrimiento de que su puntito se desinflaba, sus pies crecían y, antes de que empezara la primavera, la princesa sería mayúscula y perdería su puntito.

Antes que vivir sin su puntito, la princesa eligió el suicidio. Lamentablemente, no pudo cumplir su cometido; tragó suficientes pastillas como para quedar estúpida de por vida pero no para morir. Sea como fuere, cumplió su sueño: nunca se convirtió en mayúscula y jamás perdió su puntito.

Infantil e imbécil, fue recluida con otras de su clase en una especie de hospital, mitad manicomio, mitad prostíbulo. Conservaba su puntito y aún era la princesa, sin embargo, era muy triste visitarla y verla mirarse horas al espejo, imaginando que su puntito era bello, mientras se contemplaba la realidad del creciente, rojo, fétido y asqueroso moco que colgaba de su frente.

Al morir ante el espejo, la princesa se figuraba acicalar su bello puntito pero en verdad el moco ya era tan largo que al caminar lo arrastraba como cola de novia rumbo al altar. El horrible moco que ella suponía su puntito fue la causa de su muerte: se le había enrollado al cuello y, al agacharse a recoger su peine, la había asfixiado. La recuerdo morada pero, eso sí, muy princesa, en su ataúd.