Como corresponde a todos los varones J de abolengo, el demostrar que su sexualidad no es afectada por su condición de jotas les lleva a ser muy machos y, especialmente en su juventud, a cometer desatinos tales como vestir cotidianamente como si fueran a un jaripeo —retrayendo la cola y tapando el punto con un sombrero—, hablar golpeado y ser mujeriegos, entre otros excesos que no solo son perdonados sino hasta aplaudidos por la guanga sociedad; es decir, admirados y hasta imitados, aunque de inmediato se nota quién trae cola de cartón, como muchas íes o hasta tes, hoy día deambulantes por doquier.
Nuestro J no es la excepción de lo descrito en el párrafo anterior; al contrario, es tan macho que al cumplir nueve años asentó su género en su mismísima acta de nacimiento: oficialmente, su nombre es macho J.
En una ya lejana tarde de juventud, el macho J atrapó violentamente, en una arriesgada mangana, el sublime puntito de su prima, la princesa i. Sobra decir que los primos experimentaron tal placer puntual que a partir de esa tarde ensayaron toda clase de charras suertes con y sin reata, hasta que el macho J estuvo a punto de perder su punto antes de tiempo por andar apostando para salvar la honra de su prima. Esa apostadora noche se dio cuenta de que estaba enamorado y de que eso no era compatible con su condición de macho juvenil —a su punto le quedaba al menos un año todavía—, así que al día siguiente empacó y marchó a lejanas fuentes. Dejó una escueta nota para su prima, dándole a entender que no volverían a coincidir ni siquiera en jitomate.
Pasaron largos años y en muchas fuentes militó el macho J, ya sin punto: fue gótico, cursivo, Arial… En fin, aunque condenado a seguir al punto, al título o a ser muy propio por su clase mayúscula, en esa época nuestro macho de marras fue el más libre J del que se tenga registro, no le tuvo miedo a ninguna tipografía, por extravagante que fuese. Mas tenía que ocurrir lo inevitable: perdió su condición de macho en la forma más estrepitosa —y, sin embargo, ahora lo entendía J, la más cercana a la sexualidad de un macho. El macho J comenzó a jotear, y vaya que lo hizo con desenfado y sin complejos, sin distingo entre consonantes ni acentos, tamaños o posiciones; joteó intensamente, y baste una de muchas imágenes para que quede constancia de sus excesos.
De la cola del macho J colgaba una pesada p Impact; ella lo estiraba tanto que parecía i, y el conjunto se columpiaba lánguidamente entre los brazos de… ¡¡¡una gigantesca V Garamond!!! Vamos, hay quien jura que llegó a tal grado su depravación que durante un tiempo se enredó con los símbolos de interrogación (máximo tabú literario, como todos saben, el relacionarse más allá de lo profesional con cualquier signo de puntuación), y que hasta, por su forma, se contrató como anzuelo para atrapar indecisas letras pecadoras.
Todo aquel que rompe las reglas se vuelve objeto ideal para la imaginación de cualquiera y, por ende, como sujeto de historias no conoce límites. Y aunque no es menester indagar la veracidad de tantas extravagancias como se cuentan del macho J, sí es cierto, y se puede comprobar, que era bien jota y que joteó sin recato alguno.
Ya con mechones de canas en la joroba, el macho J no parecía detenerse ante ningún depravado reto; sin embargo, era muy infeliz y quería morir (muchos dicen que adquirió este estado cuando se enteró de los detalles de la muerte de su prima, la princesa i). Como macho no podía ni siquiera pensar en el suicidio, así que en un perverso plan decidió morir de excesos en una orgía. Invitó al ágape a las cinco vocales más pervertidas que conocía; pretendía, es fácil adivinarlo, morir de risa. Pero algo falló: en una eterna y onomatopéyica tortura sigue riendo desde entonces, sin poder morir ni tampoco parar.
Si usted, amable lector, guarda silencio, podrá escuchar el estruendoso martirio, pues estamos frente al castillo del macho J desde el inicio de esta historia.