EL GUARDABOSQUE K

K vivió adorando a los Koalas hasta los cinco o seis años de edad del eucalipto que había sembrado en el jardincillo frente a su oficina, en pleno bosque. En verano recordaba al sol con el que recibió la visita del agrónomo que le cambió su mundo. El trastorno fue tal, que los Koalas dieron paso a los Kilos como objeto de adoración del guardabosque K.

Entre ese sol que volvió a la K en Kilo y el que recibía K con corbata de próspero empresario, mediaban ya más veranos que la edad de su hija k y muchos más que la edad del pequeño k. Curiosamente, k y k son hermanos gemelos.

Viento en popa la venta de eucalipto –convertido en cremas, champús, dentífricos, rasca-hueles, lociones y perfumes–, K veía su corbata policroma con el sol de verano. Eternos minutos después de esta corbatuda visión, otra visita, la del fotógrafo, volvía a voltearle el mundo: ya no Kilo sino clicK era la adoración del honesto guardabosque K. Violento cambio, no solo por la palabra sino por la posición en que K quedaba.

Desde esa tarde del clicK al sol del verano –que iluminaba el ejército de máquinas del que era esclavo–, se habían estrellado millones de fotones, quemado kilos de plata y zinc… En fin, mucho más papel que soles llevaba K de ser fotógrafo el día de la tercera visita que transmutó su vida.

En su estudio de clicK y aunque no menos guardabosque que antes, el afamado K recibió la visita de un tocayo. Ese día de máquinas iluminadas, la coincidencia abrió paso al primer lugar en la agenda de K. “Un K igual que yo”, vibraba en la mente de nuestro héroe como frase casi mantra. Pues resulta que K, el tocayo, era un anciano cuyo oficio para nadie es sorpresa: guardabosque. El diálogo que pudiera repetirse en palabras no tiene importancia alguna. Ese día de atribulada agenda de famoso, K supo lo que era el Karma.

Era la misma distancia en kilómetros que el guardabosque K había recorrido seis meses antes, la diferencia: ahora era verano. Con el pincel en la mano y de cara a un eucalipto de muchos más años que seis de edad, frente a su oficina en pleno bosque, el número 34.5 le vino a la mente. La imagen era clara. Era el letrero con la distancia de la encrucijada donde el joven periodista que venía a entrevistarlo tenía que empezar a caminar sin alternativa. Un sendero pedestre alejaba al pintor K de la metálica señal de 34.5 Km, en rojo tiempo colorida en plena carretera.

Efímeras horas transcurrieron antes de la pregunta del joven y atrevido periodista: “¿Pintar en vez de fotografiar, don K?”. Sin dejar el empapado pincel, el guardabosque K habló roncamente: “Entender tu Karma, tu misión, depende del número de clicKs que tienes para gritar al Koala que vive en los Kilos de hojas de tu eucalipto”. Ante la cara de ¿? del jovenzuelo, K enrojeció con una carcajada casi escandalosa, repitiendo en los espasmos del alegre estertor: “Lo siento, joven K, tómelo solo como un buen Koan”.