Alma llegaba puntual al departamento donde refrendaba su pacto de infidelidad al menos dos veces por semana. Como tantos otros martes, utilizando el privilegio de tener una llave, entraba ya mojada y dispuesta a navegar en el barco que tenía por quilla sus piernas y por timón la verga de su amado. Después de servir el desayuno a su respetable esposo y dejar a su hija en la escuela, y antes de ir a su prestigiado trabajo, tres días de su inglesa semana iba al gimnasio y dos a aquel departamento, a descargar sus púbicas tensiones. Alma era una pecadora ordenada.
Ya no la sorprendía encontrar a su hombre ebrio, drogado, delirante, tirado en el solitario sillón donde tantos fluidos corporales se habían derramado. Lo que sí asustó a la organizada lujuriosa fue la patada que su amado le propinó en el pecho como respuesta a su suave y cálido beso en la oreja. De bruces en el suelo, Alma escuchaba los gritos roncos del escritor que se retorcía en su asiento como si estuviera poseído por algún demonio.
Bastaron unos minutos para darse cuenta de que, efectivamente, su amante estaba poseído, o al menos fingía muy bien estarlo. A Alma le llamó mucho la atención el demonio que, supuestamente, poseía a su compañero de placeres, no era un discurso demoníaco común.
–Soy el demonio L, soy el demonio de la letras, y este infeliz será mi esclavo todo el día. Atrapo el tiempo de lo humanos, los que escriben dedican toda su vida a honrarme, los que leen ofrendan buena parte de su energía en mis templos. Atrapo su tiempo. Me apropio de su presente. En el pasado del lector está el escritor y en el futuro de este último queda el primero, pero yo, solo YO soy dueño de su presente.
–En mis infinitas transformaciones, lo ficticio me permite engullir las mentes de todos. Ofrezco lecturas sagradas a quienes sienten que se alejan del mal mientras trotan sus ojos sobando el lomo del demonio más poderoso: el demonio de las letras, el demonio L. Textos técnicos, eróticos, morales… Sin importar su sustancia, todos tienen la misma esencia: la mía. Al leer o escribir en cualquier idioma, todos me veneran, me acarician, me hacen crecer.
Como toda posgraduada, Alma se vio atraída por el discurso y supuso que su amante escritor había montado una más de sus piezas teatrales; decidió participar intensamente caracterizada de ángel y poco a poco se quitó la ropa.
–Sí, maldito demonio, puedes desnudarme con tus palabras, pero tú no eres el dueño de las letras, solo puedes esconderte detrás de ellas, camuflarte en ellas, pero son un vehículo tan diabólico como divino…
–Vamos, pretendido ángel –dijo el demonio L mientras se sentaba y tomaba por la cintura a Alma, acercando su boca al negro calzón–, te excitas cuando hablo tan cerca de tu pildorita. Hoy no escribo, pero recuerda cómo llegaste aquí: por el correo, por las letras te seduje, por mis mensajes te mojaste plenamente antes de conocer este esmirriado cuerpo que ahora es mío. Como en tantas y tantas historias habidas desde que hay letra, corrompo el amor en deliciosa y apasionada lujuria o también en frustración; en lo que sea, pero alejo de la luz a los extremos del epistolar hilo, mi postrer objetivo como el de cualquier demonio.
Mientras exhalaba su discurso, el demonio L ya había dejado al aire la olorosa selva y, al acentuar las consonantes, su lengua ya había explorado una que otra vereda, uno que otro seto. Alma empujó a L con fuerza, con esa pulsión que fortalece las sensaciones del juego que ha de acabar en humedades.
–Mentira –le espetó al demonio–, la lengua bien puede ser un arma que destruye la esencia celestial pero también puede ser un instrumento divino que nos acerca a la luz. Te amo a ti –se dirigió al escritor–, y no al sucio demonio que te posee…
–Es a mí a quien amas –refutó L, levantándose enhiesto, empujándola contra la pared y penetrándola sin recato–. ¿No fueron mis misivas las que encendieron una llama en tu hastiada vida? ¿No fueron mis artilugios los que te rescataron de la acidia para erigirte en la lujuria? Vamos, Alma, soy yo quien arremete en estos ritos donde me bautizas en abundancia. Soy omnipresente, me he infiltrado en la cultura y nunca decrecen mis posibilidades. Entre más se sabe, menos se arriesga, menos se vive, más tiempo se ofrenda a mí, más se reverencia al demonio de las letras. Ya lo has dicho: la lengua puede ser divina… aunque en muy contadas ocasiones. Casi siempre es monstruo viscoso que denigra el cuerpo que la aferra. Tú lo has dicho, la lengua. Pero no la pluma. La letra es mía y siempre aleja del disfrute de la luz. Sustituye lo divino por ficciones, lo fija y con eso lo aniquila, pues lo divino es justamente lo que fluye, lo que no puede ser atrapado. Aun más: destruyo a mis más asiduos esclavos, los escritores; esas vestales a mi servicio invariablemente son inmoladas, nunca tienen paz ni sosiego, mueren sin alcanzar a escribir lo que soñaban sus tiernas almas. Voltea tu mirada al panteón de los literatos. ¿Hay alguno feliz? ¿Hay alguno pleno? No, aun los que escribieron textos sagrados, aun los poetas que loaron lo divino, murieron en desgracia, frustrados, humillados. Una suerte de droga soy para ellos, los torturo y absorbo su esencia, los apreso en su mínima autoestima y los devoro poco a poco en los estertores de su dogma de fe en las letras. Cuando mueren solo quedo yo en sus escritos. Vamos, Alma, es a mí a quien te entregas dos veces por semana.
Alma ya no pudo contestar, una vez más volaba frenética por los cielos del placer, sus ojos en blanco contrastaban con la roja mirada de su escritor que con mandíbulas apretadas seguía con su discurso convertido en gruñidos babeantes, manipulando con destreza la nave, el cuerpo de Alma.
Pasó tiempo desde aquel encuentro memorable. La caótica vida del hombre había espaciado las visitas hasta que el escritor y Alma se perdieron el rastro. Coincidieron en un espacio público. Ella no podía reconocer la deteriorada estampa enfrente suyo: abotagado, maloliente, opacos los ojos, el escritor la saludaba con aburrimiento. Por compasión, Alma aceptó ir al hotelucho más cercano. Deprimente fue el fastidioso acto sexual, que ella concluyó solo por protocolo. El escritor ya era un desecho, un cuerpo sin chispa ni creatividad. Nunca más se han vuelto a ver.
“Sobre advertencia no hay engaño, querido lector”, susurra el demonio L a los amables ojos que acarician estas letras.