Esa mañana M sintió claramente lo que era ser deseada. Como todas los martes a las siete de la mañana desde que tenía cinco años, se desnudó en el patio al borde de la tina de metal llena de agua caliente. Ya a sus trece, tenía senos muy grandes y sus nalgas eran perfectamente redondas; además, el espejo le había revelado que su talle era una poesía. Cierto, lo sabía, pero nunca había sentido la mirada de otro admirándola.
Al sumergirse en la tina, por casualidad ese día brotó en medio de sus piernas un rojo que pintó el agua. Por primera vez, sangró por esterilidad. Mientras se bañaba, descubrió la fuente de la mirada que la recorría: era un cuarentón en el techo del granero. Claramente, M vio que el sujeto sacaba de su pantalón una gruesa serpiente y la manipulaba. Ni M pudo entender por qué se agachó con delicadeza enseñándole a su admirador toda su vulva ni por qué se masturbó en síncopa con él; solo recordaba que, de pie, tuvo un orgasmo mientras cadenciosamente se penetraba ella misma con sus dedos.
Después de agregarle su abundante aceite al agua de la tina, ya en su cuarto y frente al espejo, decidió ser la maldita M. Imposible saber por qué lo hizo pero, mientras se acariciaba los senos, metió hasta el fondo de su culo el mango del cepillo y, dejando los pezones, su mano izquierda metió en el coño la botella vacía del perfume que tanto disfrutó, y en menos de un minuto volvió a tener un orgasmo, gritando: “De nadie serán, de nadie serán”. Ni ella supo nunca cuál fue el origen de ese pacto.
De los trece a los quince años, siguió bañándose martes, jueves y sábados, y la audiencia iba en aumento. Ella lo gozaba. Llevaba pepinos, fustes y hasta mangos al baño. Cuando sabía que todos la veían, iniciaba su loca danza y veía cómo sus admiradores escupían vida. Ya era una maldita.
Se masturbaba al menos diez veces al día. A los quince años ya se había metido hasta el escapulario de su abuela, las orillas de todos los muebles, muñecas, frutas, tacones… en fin, ya había mojado casi todo. La maldita gozaba con volver loco a cualquiera. No usaba calzones y a la menor oportunidad enseñaba su sexo, a todos enloquecía. Muy discretamente, en alguna reunión, también les dejaba ver cómo se metía cualquier objeto. Perdían el juicio y eso complacía a M, la maldita.
Ya a los diecisiete años, era una hembra muy deseable, pero sus artes de maldita habían crecido también. Por ejemplo, en misa de domingo, se ubicaba hasta adelante; cuando se sentaba, alzaba su falda distraídamente y se metía el dedo; sabía que el sacerdote la observaba y era tal su maldito arte que solo el pobre evangelizador veía el aceite goteando en los malditos dedos de M. Hincada, mientras todos cerraban los ojos, buscaba hasta encontrar la mirada del oficiante para enseñarle sus senos. Así se divertía la maldita M.
Los párrocos poco duraban, renunciaban por el tormento de soñar todas las noches con la maldita M, su dedo lleno de aceite y sus rojísimos pezones. Uno de tantos no aguantó y la mandó llamar con el pretexto de pedirle cualquier ayuda. Cuando llegó a su casa, la maldita M le dijo: “¿Esta es la ayuda que desea, padre?”, mientras se desnudaba toda. A pesar de ser maldita, M no dejaba de ser agradecida, reconocía a la iglesia como su mejor escuela. A partir de ese presbítero, al que denigró y volvió loco pues nunca la penetró, fueron los clérigos con quienes desarrolló la más sutil y letal de sus armas: mamar verga y suspender la labor al momento en que la serpiente se disponía a escupir, al dejarla sin sus labios ya no podría hacerlo. Al menos cincuenta hombres –eclesiásticos, empresarios y artistas–, viven en manicomios gracias a la más perversa de las artes de la maldita M.
La maldita aprendió a tocar los bultos bajo el pantalón de los hombres con discreción y sutileza pero con fuerza y pericia. Desarrolló su habilidad al grado que lograba venidas en seco de cualquiera. A los veinte años era tan sofisticada en ese arte que clasificaba a los hombres según los minutos que ocupaba en que lanzaran su semen, todo con elegancia y discreción, el ejercicio siempre era en público. El primo Juan, el capitán Pedro y el artista Uriel, se habían corrido con sus exactas caricias. Todos los hombres con los que convivía en sociedad habían intentado ocultar la incómoda mancha en el pantalón con la burla en la sonrisa de M. Era tan maldita que lamentaba que su padre hubiera muerto cuando ella tenía diecinueve años, ya que también a él lo habría hecho víctima de sus tormentos. Pese a los locos y enfurecidos anhelos que despertaba, nadie pudo penetrarla.
La maldita M seguía masturbándose al menos diez veces al día. Se solazaba volviendo locos a los hombres. Para mayor poder, era una hembra bellísima, caliente y olorosa. Su maldad no tenía límites. Entre muchas escenas crueles, destaca la del día en que se casó su hermana: llevó a su cuñado hasta su cuarto, le chupó todo, se burló de él, luego se masturbó y nunca dejó que la alcanzara.
Los hombres del pueblo la deseaban casi hasta la locura, la arrinconaban, la acorralaban. Pero ella siempre los engañaba. “¡Maldita M!”, se decían todos, nadie podía con ella pero, como a todo lo que es maldito, la odiaban y la deseaban.
Un día M decidió viajar a la ciudad. Allá le fue más fácil volver locos a los hombres, desquiciaba hasta al más casto. Quién sabe cómo descubrió los prostíbulos, y ahí fue la reina. Pagaban en oro por estar con ella, pero acababan odiándola, se burlaba de todos y, a pesar de gastar tanto dinero, nadie lograba penetrarla. En diez años, solo una vez regresó a su pueblo y fue para aumentar la lista de sus crueldades; hasta en el trayecto hizo maldades, hoy famosas, como la del rabino S.
Seguía siendo la maldita que no se dejaba penetrar por el falo de nadie, ni clientes, ni amigos, ni pobres, ni mendigos, nadie. Pero las cosquillas en su vientre crecían, ni los vibradores ni los más extravagantes objetos la saciaban.
Un domingo conoció en un parque a Ll, el más hermoso de los hombres que había visto. El loco Ll usó su pene, su lengua, sus dedos y hasta su nariz para penetrarla. Desde ese día y hasta el de su muerte, la maldita M fue esclava del loco Ll, sin maldad. Ll la humillaba y ultrajaba a diario y a todas horas; paradójicamente, solo hacía lo que M quería. En sociedad eran la glamorosa pareja LlM, pero ni las más sórdidas historias escritas imitarían la bajeza de lo que hacían en la intimidad.
Cansado del juego, un día Ll le ordenó a la maldita M que regresara a su pueblo, que, a gatas y desnuda, diera vueltas al jardín municipal, y que dejara que cualquiera le metiera por culo, vagina y boca lo que quisiera.
La maldita M obedeció al pie de la letra. Desnuda y a gatas empezó a dar vueltas por el parque de su pueblo. Antes de concluir la primera vuelta, ya había sido penetrada por muchos y, al cabo de unos días, ancianos, adultos, adolescentes y cualquier niño que caminara, la habían penetrado por donde quisieron. De vuelta en vuelta, habían usado de todo: dedos, lengua, verga, objetos, y por todos lados. Después incluso caballos, cerdos, gallos, borregos y burros llenaron sus huecos.
Ya hecha un guiñapo, tras seis días de penetraciones, la maldita M aún se arrastraba alrededor del jardín. La crueldad del anonimato creció frente a la moribunda. Estacas, fierros, cactus, focos y hasta matamoscas metían por todos sus orificios, que ahora también incluían fosas nasales, oídos y ombligo. Siguieron dos días más de morbosa diversión mientras la maldita M seguía dando vueltas, convertida ya en un horrible monstruo lleno de abigarradas banderillas en sus huecos y con capas de las más apestosas excrecencias en la piel.
El noveno día llegó el hermoso loco Ll. Sin perder un minuto, fue al jardín municipal, meneó su miembro unos minutos hasta alcanzar la dureza y con gran tino mató a la maldita M con un vergazo. Literalmente, un golpe de verga en la nuca fue la causa de su muerte. Mientras el falo de Ll endurecía, la maldita M gritó, aulló con un sonido que nadie que lo haya oído podría olvidar. Bendito es quien da paz a los malditos ordenándoles extinguirse.
Ll cargó el asqueroso cuerpo de la maldita M hasta el atrio de la iglesia, donde lo aventó en medio de conjuros. Inexplicablemente, ese día ocurrieron una gran cantidad de milagros. En una eternidad imposible de medir en horas, la maldita M fue canonizada y hoy es la Santa M, patrona del pueblo que la vio nacer, donde los ojos de un cuarentón vieron a una muchacha de trece años, llamada M, masturbándose intensamente en una tina de lámina el día de su primera regla, un martes lejano a cualquier reloj, historia y santidad.