N sabía que ese sería el último brillo de fuerza creativa en su vida. Como todo lo que N sabía, esta certeza carecía lo mismo de duda que de explicación. Infalible y caprichoso ha sido siempre el saber de los artistas.
Desde su infancia, tres atributos habían sido constantes en las revelaciones de su extravagante sabiduría: el sonido, la verdad y la circunstancia en que las oía con claridad. N escuchaba una voz extremadamente aguda cada vez que su nuca tenía contacto con el agua. Palabras claras pero estridentes en un tono que semejaba el graznido de un pájaro, pocas veces concretas, casi siempre enigmáticas, pero nunca manchadas por la mentira. Jamás su nuca se mojó con agua sin escuchar la voz; el chillido vibraba en su ombligo hasta que la pequeña zona del cuello quedaba libre de agua.
El admirado N sabía que esa era su última obra, así se lo dijo claramente la chillona voz mientras mojaba su nuca el día en que terminaba la bien pagada labor. La última y más conocida obra, porque N era muy famoso en aquellos días –aunque no tanto como ahora, que se le considera como EL artista del siglo en que vivió.
Minutos antes de morir, N concluyó “NO hay sabiduría”, su máxima y sublime creación. Aunque hoy día nadie la conoce por el nombre que le dio su autor, tampoco hay humano que no haya admirado “La sabiduría del NO”, obra cúspide del arte universal.
No se ha descifrado la muerte del gran artista N. Es una locura cómo falleció: Por un orificio del tamaño de un grano de arroz, un grueso tubo lanzó un chisguete con una presión que cortaría una placa de acero. El delgado y filoso hilo tocó exactamente la nuca de N haciendo rodar su cabeza cual macabra pelota que, entre rebote y rebote, se detuvo a más de medio kilómetro de la fuga y del acéfalo N.
Inexplicablemente, el cuerpo de N quedó en la postura exacta del paso que daba antes de ser decapitado, una de sus manos sujetaba con firmeza los papeles que llevaba, el otro brazo mostraba el impulso normal de la marcha de un bípedo con ropa.
Los pies de N quedaron atrapados en sus zapatos de goma, dibujando en el suelo el final de dos piernas con el compás propio de cualquier andarín despreocupado. Vaya, su cuerpo no se cayó, ni perdió o ganó rigidez, ni cambió de color; aun más: ni una gota de sangre se encontró por ningún lado.
N estaba muerto y de pie, mas no se apreciaba como una estatua descabezada, la imagen parecía más bien la que logran esos mimos callejeros que se quedan en la misma posición durante horas. Esa era la sensación que daba el cuerpo de N, ya sin vida, al grado de no llamar mayormente la atención. Tan precisa es la analogía que, al llegar al lugar de los hechos, la aberrante ley que usa uniforme encontró monedas en el piso alrededor del cuerpo de N. Asunto, el monetario, que confundió el análisis para explicar oficialmente la muerte del artista, retardó su funeral y aún hoy impide cumplir su testamento.
Solo cuando llegó la “ley”, causaron terror la cabeza y el cuerpo de N. Con el frenesí que da el morbo, los curiosos iban y venían de donde estaba la cabeza a donde estaba el cuerpo, un poco más de quinientos metros de excitada caminata que bien valía la pena con tal de ver las partes que la nuca del artista N ya no unía.