El sacerdote S

Apenas cumplidos los dos años, S se sorprendió de sí mismo: lograba emitir 66 sonidos con la letra de su nombre. Desde serpiente hasta sufrir, de paso por la suerte y los sueños, era capaz de producir los sonidos puros de cada S induciendo, además, imágenes intensas en los escuchas.

Un año mayor que S, su prima P siempre fue importante referencia para S. En especial por ser casi siempre la primera en escuchar los trucos y las variaciones sonoras de las S recién descubiertas. En todos los cumpleaños de P, S ofrecía a la nutrida concurrencia los más impresionantes sonidos hallados durante el año, espectáculo por el que los onomásticos de P eran sucesos muy esperados.

Avezado ventrílocuo desde los cinco años, S incitó cualquier enredo imaginable con falsas S proyectadas en objetos diversos. Ponchar llantas, provocar pleitos, generar miedos… En fin, viento, burlas o serpientes, S dominaba cualquier S y podía originar intensas imágenes con ellas.

Desde la adolescencia, fue evidente para S que su única profesión posible era la de sacerdote. Solo el sagrado discurso ritual de improvisación llamado homilía o sermón le permitiría acariciar y potenciar los sonidos de sus S.

Admirado y respetado, como sacerdote era único. En grupos de cualquier tamaño o en forma individual, creaba en los fieles imágenes precisas de las enseñanzas sagradas. Le bastaba ensayar dos o tres de sus S para hallar el sonido preciso para generar cambios en la mente cuyo oído alcanzaban. Encontrada la vibración exacta, solo había que utilizar dicho matiz en cada S del discurso. S era muy efectivo para cuidar de su rebaño.

Y fue pleno y alegre en su soberbia pero santa vida hasta que, en la edad de tomar mujer, conoció a la maldita M. Ninguno de sus 1,764 sonidos de S adulto la alteró. Ni miedo, ni cosquillas, ni fervor, ni nada causaba sonido de S alguna a la maldita M.

Desesperado, S se encerró durante días en su cuarto. Salió contento. Había logrado 67 intensos sonidos distintos en la S de sueños, cada uno con el poder de forjar un sueño diferente. Probó el hallazgo en su grey y se dio cuenta que era su máxima creación: de pesadillas a paraísos, todos oníricos y excelsos, lograba construir un escenario con cualquiera de las 67 variantes de la S de sueños que había descubierto.

Ya pulido el recién encontrado recurso, el sacerdote S se allegó a M, seguro de hacer vibrar a la maldita y provocarle sueños despierta; por fin sentiría a M estremecerse con sus sonidos. Enorme fue su espanto al observar que, sin reacción alguna, M era por completo indiferente a las 23 poderosas y probadas versiones de la S en la palabra sueño que, al momento, llevaba pronunciadas en su diálogo con ella. La maldita M interrumpió para decir: “Ya me dio flojera oír tantas veces la palabra sueño, ¿no te sabes otra?”. S se despidió y se alejó con lentitud mientras hacía uno de los sonidos preferidos de su infancia: el de la ponchadura de llanta, solo que ahora no utilizó la ventriloquia.

S resolvió suicidarse emitiendo una s por 398 minutos, sin respirar. En acato de su última voluntad, su cadáver estuvo expuesto tres días en el atrio de la sinagoga donde S cumplió su labor los últimos siete años de su vida.

El cuerpo de S en forma de S, saltados los ojos, hinchada la boca, amoratado el color de su piel, en fin, todos los rasgos del cadáver de S formaban una imagen que, extrañamente, generaba claros sonidos en quien estaba frente al muerto. Diferentes sonidos para cada observador, para algunos un suave coro casi angelical o un furioso rugido, para otros un mantra o un aullido. Sin embargo, el sonido que todos apreciaban estaba formado por una continuada secuencia: MSMSMSMSMSMS. El tiempo que se estaba ante al cuerpo de S se oía ese ordenamiento, que solo dejaba de escucharse cuando se ganaba distancia mayor a tres o cuatro metros de la impactante estampa.