–¡¡¡Chica su puta madre, pendeja!!!
Después le propinó dos puñetazos y una patada que bastaron para dejar a la pobre hostess inconsciente y ensangrentada sobre el pulido piso a la entrada del refinado restaurante. Como siempre, el intenso V armó tal zipizape que al día siguiente el local estaba en ruinas y él se encontraba aún furioso en una celda de observación. Sus amigos mafiosos y sus sofisticadas amigas unieron fuerzas una vez más para sacar al intenso V del aprieto.
–¿Qué tiene de malo que te digan Be Chica? –preguntaba delicadamente, ya en el coche, la amada A–. Casi toda la gente lee así tu nombre.
–¡¡¡Coñocarajoputamadre!!! –vociferó V mientras agitaba su melena azabache–. Soy Uve, nada que ver con Be, y menos soy chica!!! Si vas a seguir haciéndome preguntas, vete a coger con tu narcotraficante, ¡aquí me bajo! –ordenó el intenso V y se apeó del elegante auto dejando a la amada A con esa sonrisa tierna que tienen las madres cuando su niño hace una travesura.
Dotado de tanta arrogancia como de dones, la vida de V era un torbellino. Trabajaba un día como gigoló y al otro daba lecciones de filosofía avanzada para doctores. Un mes era lo mismo el borracho pianista de un apestoso bar que al siguiente el responsable ingeniero de una gran obra. En fin, el caos era su virtud, de ahí que pudiera hacer tantas cosas. Además era un irreverente que no soportaba la mentira, la verdad estaba en él tanto como la anarquía. “Verga o vagina, la verdad soy yo, el intenso Uve.” Con esa soberbia violaba leyes, códigos y costumbres, señalaba que eran construcciones cobardes para disimular la falta de virtud.
Sin embargo, como todos saben, Cronos usa como red a la constancia, su creación, para limitar libres albedríos tercamente intensos y oscilantes. Y la sociedad premia o castiga pero, finalmente, reconoce la asiduidad. Se trata de un juego muy sencillo: cualquier costumbre es preferible a la falta de costumbres. Y el intenso V carecía absolutamente de rutinas. Con las premisas anteriores, es fácil suponer su estatus social a los cincuenta años.
Desnudo el torso, el intenso V corría descalzo por una calle transitada. Escapaba de una reclusión más –ya había degustado casi todos los sabores del aislamiento social–, así llegó mágicamente al espacio de la ordenada B, cuando el lugar era templo.