El poderoso U

El niño U gozaba con sorprender a los demás con el entendimiento de su mayor carencia. Antes de cumplir cuatro años, le dijo a su tía que no se la cogían bien y a su abuelo le dio a entender que su problema era que las partidas de ajedrez que más le gustaban eran las que perdía.

Cierto día, conoció al niño E, dos años mayor que él, a quien tuvo que dominar y, literalmente, ponerle su pie al cuello. “¡Qué punto exacto ni que mis orejas!” –le dijo U a E mientras lo ahorcaba con el pie– “¡Las carencias son la exacta explicación!”

Como todos a cierta edad, U olvidó su magia de niño y asumió con firmeza una postura en la vida. Eligió U ser abogado de esos cuyo poder crece con los aplausos. Gran futuro se le veía al poderoso y ya definido U.

Una tarde, el mejor amigo del joven licenciado U lo invitó a hacer de la noche una gran parranda, asunto que se efectuó con éxito por ser fin de semana decembrina. El lunes siguiente al aquelarre el amigo se suicidó y U se vio metido en ceremonias funerarias cuando el martes nacía. De regreso a su fastuosa morada, el abogado U, el poderoso U, recordó la andanada de frases que lanzó a su amigo, ahora muerto: dichos referentes al desconsuelo y a la fatuidad de la vida trasmitió U a su mejor amigo en medio de la juerga. Luego de reflexionar, U no tuvo duda alguna: su camarada se había matado a causa del diálogo sostenido con él esa bohemia noche.

Apenas un mes después, asistía U a las exequias de su más querida prima. También se había suicidado al día siguiente de correrse una francachela con el poderoso U. Entonces se percató de lo evidente: tenía el poder de conducir a otros a la auto inmolación. Solo por probar, se emborrachó con su sirvienta y el chofer que el gobierno le había asignado como prestación: sorpresivo pero predecible el suicidio de sendos sirvientes. Siguieron su socio, su esposa y su gato; se emborrachó con ellos y al día siguiente se mataron los tres.

U perdió el control de su poder y de sí mismo. El poderoso U provocó que se suicidaran sus dos hermanos, sus dos cuñadas, su hermana y su amante, todos al día que siguió a la noche de la reunión –la primera de su viudez– que ofreció U en su casa.

“¡Qué gran poder tengo!”, se repetía U esa mañana de octubre al recibir casi juntas las seis luctuosas noticias. El efecto de cualquier poder en todo humano –salvo muy raras excepciones de la especie– es anhelar más sin importar daño alguno, de ahí se explica la crucifixión, por ejemplo. Pues si el poder de U era excepcional, no lo era su ambición, por completo común.

El poderoso U se trastornó cada vez más. Curiosamente, ocurre en la sociedad que el respeto y la aceptación crecen con el poder y el desquiciamiento, así que el poderoso U era, además, famoso y respetado. Ya como gobernador, ofreció una cena a su gabinete –formado por sus mayores enemigos– y durante la siguiente semana se quedó sin enemigos de valía, todos ellos, por supuesto, se suicidaron.

Por una larga cadena de coincidencias que cualquiera puede inventar, el poderoso U absorbió por entero una visión del profeta T. A partir de ese día siguió enloquecido con su poder, pero cambió la visibilidad pública por el anonimato. Con afán y denuedo, pronto logró ser un anodino burócrata. Eso sí, perfecciona cada noche su virtud. Cada vez menos palabras y tiempo le toma transmitir la certeza de que la única solución es el suicidio. En fin, ya puede controlar hasta el número de horas que pasan entre su discurso y la muerte de su interlocutor.

No sé, pero desde que me enteré de los poderes de U no voy a una sola fiesta, ni reunión ni, mucho menos, tomo una gota de alcohol. Allá usted si no atiende la advertencia.