El que cuida y lava los coches en una esquina –la de la farmacia– del cruce de la avenida Q y la calle A, vio a T bajar del coche de alquiler en medio de una animada plática con el cochero. Como siempre, vio a T despedirse del conductor como si se tratara de un viejo amigo. El cuida-lava-coches veía a T abordar un taxi por la mañana y a cualquier hora de la tarde bajar de otro en medio de sabrosas charlas; sombrío de mañana, radiante al atardecer. Subir y bajar veía el individuo de los coches ajenos al personaje de los coches alquilados.
Para mayor curiosidad, T es un sujeto de impecable vestir, sobrio, pulcro, educado y de evidente salud a sus, digamos, 70 años. En la desmadrosa colonia donde T habita, nadie sabe más de él que lo visto por el lava-cuida-coches. T se va en un taxi y llega en otro, sin hora predecible la ida ni la vuelta; eso sí, la primera de mañana, la segunda antes de que el sol se oculte. Nadie lo ha visto hacer otra cosa durante unos quince años –la edad de Juanito, el hijo de la portera del Atlante, el edificio más elegante del rumbo.
Gracias a lo que el profeta T entregó al lava-cuida-coches ayer, día en que T se mudó discretamente de la desmadrosa colonia donde vivía, es que no queda todo en la oscuridad del misterio que ahora nos tortura. Entregó tres párrafos precedidos de simples peticiones que, por supuesto, no se han cumplido.
Se le invita, amable lector, a no perder el tiempo buscando las calles Q y A en su ciudad. T recién llegó a una calle empedrada del siglo xix, justo el miércoles previo a su calidad de leedor de los tres siguientes párrafos.
“Desde pequeño sé que soy un profeta. Me cansé de rezar, disciplinarme y estudiar. Me hastié de la fama y la fortuna, de llorar y reír en armonía o en ritmo –nunca en ambos–. ‘Nadie es profeta en su tierra’ es un proverbio tonto que en realidad debería decir: ‘Nadie es profeta si no es T’.
“Profetizar mis visiones entre los choferes de los carros de alquiler fue el más eficiente, poderoso y sabio método de ejercer la profecía, de esparcir mis verbos. Puesto que se cambian unas monedas por transporte y se puede hablar con el conductor, es estúpido no ser profeta solo con ellos. Mientras haya hombres, nunca dejarán de existir estos seres que dispersan visiones en forma exponencial –lo ha comprobado con rigor matemático mi querido amigo Z, cuando ha podido dejar la tabla de elementos.
“Sí, es cierto: hace muchos años que abordo a diario al menos quince taxis. Sin destino, en un circuito que toca siempre el edificio donde ahora vivo –sobre una de las cuatro esquinas de la avenida Q y la calle A, frente a la farmacia–. En cada viaje suelto mi verbo, expreso mis profecías, influyo mucho más que mis ancestros, también profetas. Pertenezco a una dinastía sanguínea y milenaria. Soy el profeta T, sin cruz ni ayunos, sin sermones ni discípulos. Cuido cantidad y calidad en los mensajes sobre mis visiones, misión de cualquier profeta. Los mejores alumnos son quienes viajan con cualquiera a cambio de unas cuantas monedas; cambian profecías por monedas y son los más valiosos oyentes. Así está escrito, así se ha demostrado. Soy solo una T más, un auténtico profeta más: el profeta T. Tal como se llaman, llamaron y llamarán realmente todos los profetas de la Tierra.”