–¿Por qué tengo que aceptar la comunión con otra R? ¿Por costumbre? No estoy dispuesto a atarme a r alguna solo para sonar fuerte en la medianía de una palabra. Prefiero ser infinitivamente suave al final de los verbos o rugir con toda mi furia inicial o ser humilde y sencillo a la mitad. ¡Pero encadenarme a otra r solo por seguir una estúpida regla, una rancia tradición…!
–¡Hijo, no seas rebelde y no me grites! Solo veo por ti, por tu bienestar. Llegas ya a la mitad de tu vida y no has podido desaRRollarte a causa de tu terca idea de permanecer sin pareja, tan hermoso que es…
–Detente, padre. Ya he escuchado este discurso. Hemos tenido esta misma discusión en varios tonos. Conozco tus argumentos y tú los míos, no llegaremos a ningún acuerdo. No estoy dispuesto a establecer una relación basada en la complacencia de un atascamiento compartido. Pelearemos en cuanto me compares con parientes o alegues que arrastro el honor de la familia frente a otras letras…
–No, rebelde R, esta discusión no va a acabar así. He tomado una decisión drástica. ¿Estás dispuesto a formar en ocasiones una doble R como manda la gramática? Te lo pregunto de otra forma: ¿Buscarás pareja?
–La respuesta es NO, ya la sabes.
–Entonces les pido al reverendo, al juez y a tu madre que pasen.
–¿¿¿???
(Entran R, R y R.)
–Señores y señora mía, les he pedido su presencia para testimoniar y, en su caso, escuchar sus respetables opiniones acerca de una decisión que he tomado en cuanto al futuro de mi hijo, el rebelde R.
–¡Eh, un momento! Hace mucho que soy una R autónoma y decido mi destino; mi futuro me pertenece.
–Lamento informarte, hijo, que la regla es muy clara al respecto. Como tu padre y representante de nuestra gramática, tengo potestad para alterar tu futuro si considero que pones en riesgo el orden establecido. ¿No es así, distinguidos asistentes?
(R, R y R mueven la cabeza de arriba abajo.)
–Pero en mi calidad de…
–Lo siento, hijo, nada puedes hacer.
(R, R y R mueven la cabeza de derecha a izquierda.)
–Pero…
–Nada, mejor escucha.
(El rebelde R trata de escapar pero, inexplicablemente, no encuentra fuerza ni para levantarse del rojo sillón en el que está mal sentado.)
–¿Ves? Mejor escucha. Dada tu conducta y mientras no modifiques tu obcecada opinión, he dispuesto que pasarás a ser un símbolo. Ocuparás aún la posición 18 o 19, según la fuente en cuestión, pero a partir de ahora solo formarás parte de los símbolos.
–pero padre… (N. del T.: Pero, padre…)
–Nada, nada. Hasta luego, querido hijo, espero que pronto cambies tu perturbadora posición.
(R, R y R mueven la mano derecha de derecha a izquierda.)
Me lleva la chingada. ¿Qué voy a hacer ahora? Puedo cambiarme de fuente, pero no puedo entrar a la de las letras, solo a la de los símbolos. Nadie va a entenderme, ni yo me entiendo. Y en medio de puro desconocido. ¿Qué hago? (N. del T.: Me lleva la chingada. ¿Qué voy a hacer ahora? Puedo cambiarme de fuente, pero no puedo entrar a la de las letras, solo a la de los símbolos. Nadie va a entenderme, ni yo me entiendo. Y en medio de puro desconocido. ¿Qué hago?)
En efecto, cualquiera puede ponerle el final que desee a esta historia. Sin duda, el más frecuente será el parricidio que comete el rebelde R. Dada la condición de la R en rey, suena un final clásico. Hasta se puede arriesgar un Edipazo aunque este no tenga R o una batalla entre letras y símbolos… Todo vale, elija, arriesgue usted su final. Generalmente, los finales son ingeniosas pruebas que el escritor se pone para sorprender al lector, los buenos cuentos no tienen final, el lector lo escoge.
¡Qué poca madre! ¡Qué falta de oficio del escritor! ¡Me va a dejar aquí! No puede ser. ¡Auxilio, auxilio, auxiliooo! (N. del T.: ¡Qué poca madre! ¡Qué falta de oficio del escritor! ¡Me va a dejar aquí! No puede ser. ¡Auxilio, auxilio, auxiliooo!)