La amada A inició su pasión por los hombres malos en la fiesta de su cuarto cumpleaños y se le terminó a los 60, en la fiesta de su decimotercera y última boda.
Cuando en el pequeño sexo de la amada A se deslizaron los infantiles dedos del más malo de sus primos, recibió el mejor regalo de su cumpleaños número cuatro: descubrió el placer, hermoso universo donde lo de menos fueron las deliciosas cosquillitas. Lo bello, lo intenso, fue la sensación de cubrir la carencia que era el origen de la maldad.
Con el tiempo las cosquillitas, las cosquillotas y los húmedos ritmos eran materia del interés de la amada A al fornicar con los malos. Pero lo que en verdad ella anhelaba era entrar al mundo mágico, divino, donde todo es belleza, donde habita el amor para el alma ansiosa. En ningún lugar el amor es tan intenso como en aquel donde se complace a quien nunca ha sido correspondido. Satisfacer esa carencia es la entrada al cosmos del verdadero placer, donde la amada A reside.
Su primera boda fue a los catorce años, con un trafagador de armas de 29 que simulaba ser joyero. La lista de sus maridos incluyó un narcotraficante, varios artistas enloquecidos, un ladrón, un guerrillero y hasta un terrorista. Con cada uno fue siempre fiel, no se degeneró ni denigró, era la más normal de las esposas. Siempre fue la amada A para todos ellos. Nunca trató de enmendarlos, solo vivía para su paraíso, cuya entrada era el sexo, en realidad solo un dintel.
Tuvo seis hijos, todos buenos pese a sus malos padres. La amada A casi no hablaba, ni leía, ni veía televisión, era una devota entregada a su bello universo de amor, que visitaba cada noche, sin excepción. Aunque prefería ser penetrada y trabajaba con afán la erección, le bastaba cualquier otra maniobra. En el peor de los casos chupaba durante horas el falo de su malo y amanecía con un escroto como almohada y una sonrisa en la boca.
En su último matrimonio empezó a sentir intensamente otro mundo: el de las palabras, su decimotercera unión fue la más larga y mágica. No había duda, el más malo de los malos era el que escribía bellamente.
En el entierro de su poeta la amada A tuvo una visión, sintió el amor igual al valor, grandes carencias equivalentes; solo que una lo era en el territorio de la bondad y otra, en el de la maldad.
Los malos eran valientes, los buenos amorosos; los unos estaban faltos de amor, los otros de valor. Los buenos tenían la esencia de su bondad en la falta de valor. Supuso que la simetría era perfecta; por lógica, cubrir carencias de amor y de valor debería ser el mismo proceso. Sintió que podría llegar a un orbe de intensa valentía dando solo reciprocidad al valor nunca reconocido de los buenos. Casó con X, el más bueno de los hombres que conocía. Algo olvidó en sus reflexiones y ecuaciones, enigma saber qué fue.
Desde hace años la anciana A vive en un manicomio. Es ejemplo de obediencia: se acuesta, se levanta y come sin resistencia alguna. Siempre está limpia, bien peinada, usa solo ropa del hospital, con nadie habla, nada la altera. Las visitas que con frecuencia recibe no rompen su rutina. Todo el día lo ocupa en caminar. Ni los múltiples regalos, ni los gritos, ni los pleitos… nada cambia su conducta. Camina lenta pero con paso firme.
Su mueca es horrible por ser permanente: ojos abiertos al máximo, cejas dolorosamente altas, labios ampulosos y blancos. Mientras camina infatigable, la amada A repite todo el tiempo, con voz clara y decidida: Aléjate de la palabra, teme a los buenos y ama a los malos.