Mi Querida Q

Por primera vez, esa noche vi desconsuelo en su congoja, esa textura diferente en ojos y tono muscular que da a la tristeza el ánimo suicida. Como todos los atardeceres de lunes a viernes, mi querida Q compró una rosquilla para consumirla en su guarida. A fuerza de mi constancia, ella ya volteaba a verme, lo cual era todo un saludo, pues en la calle no miraba a nadie. Mi querida Q tenía esa mágico flotar en pies y ojos que sublima el andar al de un espectro; y como tal vestía, siempre de negro hasta las bragas (es obvio que la espiaba hacía meses). Pero esa noche me sonrió. Como cualquier solitario, sé que toda sonrisa es una debilidad; me desilusionó a tal grado que sentí un golpe y volteé, indignado.

Sin permiso, mis pies se dirigieron del tirano gris que en mi cráneo habita al oscuro e ideal lugar donde tan bien podía ver, oír y a veces oler la intimidad de mi acosada Q. Como otra bofetada recibí el contacto de su mano en la mía. Sin mediar palabra, me arrastró con suavidad hasta la puerta de su cubil. Me soltó al librar el umbral y bruscamente me proyectó sobre su silloncito de sucio terciopelo rojo, donde se desvestía cuando llegaba alterada de las fiestas (asimismo es obvio que en solitario había derramado mucho semen por el impacto de esas imágenes).

Estaba muy asustado. Por mi mente pasó un altisonante discurso de mi desnuda Q reclamando mi voyerismo antes de atarme, torturarme y entregarme a los esbirros de la falsa moral. Nada de eso ocurrió. Q siguió su rutina cotidiana como si yo no estuviera. Resulta curioso que, ya sentado ahí, mi atención sensorial no fuese atrapada por sus movimientos, como cuando la espiaba.

Mi pensamiento divagaba por otras corrientes: la excesiva tiranía que, debida a su natal e indisoluble dependencia, el poderoso U tiene sobre mi anhelada Q; el fastidio que le producía al obscuro objeto de mi deseo un lugar casi siempre inicial en los cuestionamientos; el rencor que le tenía al junior C por suplantarla en tantas situaciones sonoras de las que secretamente Q soñaba participar; el sensual e inclinado tilde que permanentemente penetra su redondez… En el apestoso sillón rojo, mientras mi rostro era el de un idiota, mi mente boyaba los mares en busca de ciaboga (también es obvio que sabía tanto de ella porque la gulosidad de mi espionaje no conocía límites y trotaba hasta sus pensamientos).

Regresé al aquí y ahora compartido con mi alterada Q cuando me cegó el filo del cuchillo que ella me ofrecía por el mango. Lo tomé sin permiso del tirano y, catatónico, percibí lo que ella gritó. Al principio me pareció imposible cumplir su orden, pero la tierna súplica anterior a la grotesca posición en la que me mostraba la raíz donde se rompía brevemente su redondez me obligó a actuar con tanta fuerza como inconsciencia.

Mientras escribo tengo a la vista el macabro trofeo de aquella noche: un frasco con formol enrojecido donde flota el macizo rabo de mi mutilada Q, con todo y sus nerviosas raíces.